El pozo de Jas-Meiffren

Blog literario de Manuel Jiménez Friaza

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9th March 2010

En el Canto VI de la Iliada se desarrolla un episodio único que, por su naturaleza, rompe la estructura monolítica del héroe homérico, lo hace dudar, lo vuelve humano y frágil.

Se trata de un delicado momento de la guerra en el que el aqueo Diomedes hace estragos entre las filas troyanas. Héleno, el visionario hermano de Héctor, acude junto a éste y Eneas con el encargo de que vaya a la ciudad y dé a Hécuba, la madre de ambos y reina de Troya, la siguiente recomendación: ofrecer a Atenea en su templo el mejor peplo que posea y la promesa del sacrificio de doce terneras añales si socorre la diosa a la ciudad.

Héctor cumple la recomendación de su hermano. Una vez en la ciudad, su madre lo quiere agasajar con vino, pues:

Bien, pero, ¡espera a que del melidulce vino te traiga,

(…)

pues mucho al hombre cansado la fuerza el vino repara

como cansado estás tú de luchar por los de tu casa.

Héctor se niega:

no me quebrantes de fuerza, y de lid me olvide y de lanza.

Después, en su recorrido por la ciudad, Héctor va al palacio de Paris, al que encuentra junto a Helena. Lo increpa: ¿como él, causante de todo, permanece en el palacio mientras los soldados mueren? Y prosigue hasta su casa, para ver a su mujer, Andrómaca, y al pequeño Astianacte (=señor de la ciudad), porque

que no sé si aún otra vez tornaré y les vea las caras.

Ante su alarma, al ver que ninguno está en su casa, la fiel despensera le da a conocer su paradero: ha subido a lo más alta torre de Ilión, pues oyó de los apuros de los troyanos, a contemplar la batalla.

Tras producirse el encuentro, Andrómaca, temerosa de un destino encarnado en Aquiles, que ya le arrebató a su padre -Eetión, rey de Tebas- y a sus siete hermanos y madre- ruega a Héctor que abandone la lucha, por ella y por el hijo común, pues

¡Ah, duélete tú!: no tengo ya padre ni madre y señora; (…)

Héctor, y tú para mí eres padre y madre patrona,

y hermano también, y también mi florida prenda de bodas.

Mas, ¡ea, apiádate ya y en la torre quédate ahora!.

La respuesta de Héctor es luminosa para lo que nos interesa:

A fe, que eso todo me cuida, mujer, pero mal me sonroja

que crean de mí los Troes y Tróades manto-de-cola

que como vil de la guerra quizá me aleje y me esconda.

Comparémoslo con estos versos de Martí en «Príncipe enano»:

¡Heme, ya puesto en armas,

en la pelea!

Quiere el príncipe enano

que a luchar vuelva.

Sigue reiterando su situación: deber frente a querer, y termina, tras una sonrisa común frente al lloriqueo del niño, asustado por los espectaculares penachos del casco del padre, con una invocación a Zeus, como última justificación de la lucha:

¡Zeus y los dioses demás, otorgad que a mis votos responda

este hijo mío, en ser como yo y de los Troes corona

y tal de bravo en sus bríos, y sea rey sobre Troya,

y alguna vez uno diga «Mejor que el padre y con sobra».

9th March 2010

En esta segunda entrada de El pozo de Jas-Meiffren, me quiero detener en un libro y un poeta injustamente olvidados entre nosotros: el Ismaelillo, del cubano José Martí.

Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin en niño.

(F. Nietzche, Así habló Zaratustra)

El deseo que mueven estas palabras que comienzan aquí, en la segunda entrada del blog, que llamamos «El pozo de Jas-Meiffren, es, en segundo plano, rescatar del olvido -o de su «secuestro» por parte de la cultura institucional cubana, que tanto da- a un poeta enorme como es José Martí. Pero mi primera intención es invitar al lector a sumergirse en los versos de su primer libro de poemas, el Ismaelillo; porque en él, en una poesía de gran aliento, la figura del hijo, desparramada en una red simbólica de múltiples sentidos e insinuaciones, acaba encarnando siempre la esperanza -personal, por histórica; tal como ocurría en épocas de «pensamiento fuerte»-. Pero es que, además, es una de las rarísimas ocasiones en que la literatura nos permite pensar y sentir la figura del padre -siempre lejos o referencial, como verdadera no persona- como legítimo, y tan infrecuente, «yo» poético.

Me sitúo, pues, no sólo en la reivindicación del «otro modernismo» literario donde las continuas variaciones en torno a la métrica del romance y el homenaje continuo al español popular cubano (¿quién recuerda ya que «Juan Tanamera» es de Martí?) harán las delicias de cualquier lector que aún se maree con el vértigo de la poesía. No, sino que, dada la condición «heroica» e intelectual del poeta, me quiero ubicar en la línea de quienes llaman a repensar y rescatar también la imaginación del futuro como territorio habitable. Porque no otra cosa es la menuda figura del pequeño Ismael que juega y ríe en las páginas de este libro a lomos de su padre.

El «otro» Modernismo

Aun arrinconado por la caprichosa estimativa literaria en el canon menor del Modernismo, pocos poetas habrá que, como éste, tenga una biografía trascendente por sí misma para su sociedad y su mundo -frente a la de otros poetas contemporáneos suyos, como Gutiérrez Nájera, Rubén Darío o José Asunción Silva- y, a la vez, tan entremetida en su obra. Si es cierto, como quería Federico de Onís, que con el Ismaelillo (1882) comienza el Modernismo, valdría la pena entender este movimiento al margen de las connotaciones escolares de exotismo, alejamiento de la realidad o mera especulación lingüística con que se cuenta siempre.

Una cita de nuestro autor ayuda a entenderlo así: «La palabra de mera verba y sin propósito es desdeñable y repulsiva como las pinturas de una meretriz» El cisne totémico de Rubén Darío, en Martí son tábanos fieros o palomas que se transforman en águilas.

Es en «Musa traviesa» donde, quizá sea más explícita esta relación entre literatura y vida, pero también literatura y política. O la asunción de un «tiempo de historia» que hoy nos suena tan lejano:

Allá monta en el lomo

de un incunable;

un carcax con mis plumas

fabrica y átase;

un sílex persiguiendo

vuelca un estante,

y ¡allá ruedan por tierra

versillos frágiles,

brumosos pensadores,

lópeos galanes (…)

Y, más adelante, el niño, cansado del combate alegórico, busca descanso en brazos del padre, en otra superposición temporal en la que el futuro también necesita reposar en el presente:

¿Qué ha de haber que me guste

como mirarle

de entre polvo de libros

surgir radiante,

y, en vez de acero, verle

de pluma armarse,

y buscar en mis brazos

tregua al combate?

El mismo viaje en el tiempo que le hace exclamar hacia el final, en hermosa paradoja:

Hijo soy de mi hijo!

Él me rehace!

¿Es esta paradoja de la cadena generacional, de la dialéctica histórica como reflejo de eternidad lo que provocó la admiración incondicional que sintió Miguel de Unamuno por nuestro poeta?

Historia, vida y poesía

Martí escribe el Ismaelillo en 1881, exiliado en Venezuela, donde fundó y dirigió la Revista Venezolana. Por negarse a elogiar al dictador Guzmán Blanco, se ve obligado a dejar el país. Va otra vez a Nueva York -donde residirá hasta poco antes de su muerte- y allí, en 1882, publica el libro. Contaba 29 años y se dedicaba a organizar grupos de exiliados cubanos con vistas a la proyectada invasión de Cuba, de la que a última hora se desligó, por su excesivo militarismo. Está alejado de Concha Zayas y de su hijo.

Y a él va dedicado este libro, mal conocido y poco estimado desde sus mismos lectores contemporáneos. Citamos la valoración que hizo de él Rubén Darío en uno de sus despistes desatentos: «Devocionario lírico, un Arte de ser Padre, lleno de gracia sentimental y de juegos poéticos». Nada más lejos de la realidad. Desde la misma elección del nombre: Ismael, el hijo de Agar, la esclava de Abraham que, con el tiempo, daría lugar a un nuevo pueblo. Una visión profética, prometeica y totalizadora, de la que no se libraba José Martí, y que es de lo que nos lo puede hacer, en una lectura contemporánea, más antipático, como cuando aseguraba en «Sueño despierto»:

*Un niño que me llama

*flotando siempre veo!

El librito es breve, quince composiciones -con predominio absoluto de la métrica del romance: endechas, romancillos y combinaciones mixtas entre ellos- cuya retórica mezcla sabiamente imágenes oníricas y símbolos propios de la poesía francesa de la época, junto a, y en contradicción con, el ingenuismo de la poesía popular.

Unos poemas que giran alrededor de lo que podemos llamar la inversión épica, donde es el niño el que protege al padre. Éste a su vez, en una relectura contemporánea del «amor cortés», lo acepta como su único señor. A mí, desde la primera vez que lo leí, me evocó el Canto VI de la Iliada, en el que, como recordarán, se produce el conocido encuentro entre Andrómaca y su hijo y Héctor en una de las torres de Troya, en los momentos previos, llenos de oscuros presentimientos, a la batalla terrible.

Quiero transcribir, enseguida, las líneas en prosa epistolar que presentan el Ismaelillo, antes de demorarme en la escena homérica:

Hijo:

espantado de todo, me refugio en ti.

Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.

11th March 2010

¡Dios qué buen vassallo! ¡Si oviesse buen señor!

Quiero insistir, pues, en la inversión simbólica llevada a cabo por Martí de la jerarquía que caracteriza al género épico; da igual que atendamos a la epopeya homérica, como hcimos antes a propósito de del Canto VI de la Iliada, o que nos fijemos en nuestras narraciones de gesta primitiva o que recordemos al mismísimo Don Quijote en su discurso sobre la caballería andante:

Para cuya seguridad, andando más los tiempos y más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos (…)

Jerarquía en que el héroe o el caballero protegen al débil y sirven a un señor, rey, príncipe o dama, en cuyo nombre actúan y de quienes parte la coherencia de sus actos.

Fijémonos en lo que le ocurre a Martí observando sólo los significativos títulos de cuatro de las quince poemas del Ismaelillo: «Príncipe enano», «Mi caballero», «Mi reyecillo» y (el padre, caballo del joven príncipe) «Sobre mi hombro». En esta composición, a partir de una imagen del todo común y cotidiana -el padre pasea al hijo sobre los hombros- nuestro poeta desarrolla el ciclo de la inversión especular al presentarse a sí mismo como un caballo embridado y dirigido por las manos del niño. De rey, pues a jinete, cumpliendo los pasos intermedios de la gradación. El niño se configura, por un lado, como la única nobleza aceptada por el héroe y anula, con esa imagen invertida, toda la épica antigua. Y estable, por otro lado y de forma implícita, un nuevo modelo de sociedad que sólo -pues el niño es, sobre todo, el símbolo del futuro- en lo por venir, podrá tener realización.

Oigamos a Martí en «Mi caballero»:

Puesto a horcajadas

sobre mi pecho,

bridas forjaba

con mis cabellos.

Y en «Príncipe enano»:

Mi mano, que así embrida

potros y hienas,

va, mansa y obediente,

donde él la lleva

Tal vez, donde mejor se observa la inversión épica es en la composición «Mi reyecillo»:

Mas, yo vasallo

de otro rey vivo,-

un rey desnudo,

blando y rollizo;

su cetro -un beso!

Mi premio -un mimo!

Advirtiéndole, sin embargo:

Mas si amar piensas

el amarillo

rey de los hombres,

¡Muere conmigo!

¿Vivir impuro?

¡No vivas, hijo!

La semiología del Ismaelillo se dispara, en este punto, en todas direcciones: como guardián frente a los tres enemigos cristianos del hombre (mundo, demonio y carne), como futuro, sueño y talismán, hasta la transformación, crisálida del pueblo o prado reverdecido en «Prado lozano»:

Dígame, mi labriego (…)

Dígame de qué ríos

regó ese prado,

que era un valle muy negro

y ahora es lozano?

Sólo por echar a volar de nuevo esas preguntas, como «tábanos fieros» en forma de versos, sólo por despertar a tantos «príncipes enanos» del sueño hipnótico y tecnológico en que la posmodernidad los ha encerrado, quizá valga la pena volver a leer los versos emocionados de Ismaelillo.

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