El pozo de Jas-Meiffren

Blog literario de Manuel Jiménez Friaza

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27th December 2010

Es así, con esos tres adjetivos con que titulo, como vemos tildado el siglo XX en El tambor de hojalata, la inolvidable y necesaria novela de Günter Grass. Sucede en un diálogo teatral (al modo en que ocurre en el Ulyses de Joyce, aquí también irrumpe el diálogo dramático en el discurso narrativo) en que Oskar Matzerath, el niño-gnomo que se negó a crecer a los tres años, habla con el soldado Lankes en la muralla de búnkeres que el Reich construyó en la costa de Normandía, para detener el previsto desembarco aliado. Oskar trabaja, a la sazón, en una compañía de teatro de propaganda en el frente que dirige su amigo Bebra -otro «gnomo» que, como él, no quiso crecer, a quien Oskar reverencia como maestro. Lankes es, por su parte, un soldado arquetípico del ejército alemán, pintor mediocre, violento y orgulloso de la reciedumbre de aquella muralla de hormigón armado con que el decadente régimen pretendía detener a sus enemigos.

Es este soldado el que llama místico, bárbaro y aburrido a la «obra de arte» que quiere ver en aquel enjambre de búnkeres; adjetivos que Oskar extrapola como categorías del siglo XX todo y entero. Pero como el siglo XXI, por lo que vamos viendo, no hace sino amplificar -en esta cacofonía ambiental en que vivimos- las contradicciones, bárbaras, místicas y aburridas, del anterior, tal vez nos sirvan aún también a nosotros.

Decía arriba que El tambor de hojalata es un libro de lectura necesaria y, aplicándome a mí mismo el cuento, he vuelto a releerlo al cabo de los años, en la nueva traducción -ejemplar y devota, como son las suyas- de Miguel Sanz. Lo descubrí con Es cuento largo (en esa frase de Valle-Inclán buscó el equivalente a la del título de aquel libro de Grass: ese detalle solo da idea del primor y esmero con que traduce), un recorrido sentimental y literario por la Alemania de antes y después de la caída del Muro (y un extenso homenaje a Theodor Fontane, el gran novelista brandenburgués), al que el escritor de Danzig nos invitaba de la mano de una pareja singular, de la estirpe de don Quijote y Sancho o, más precisamente, de la más ilustrada y cercana que formaban Bouvard y Pecuchet, el inolvidable dúo que creó Flaubert. Después ya no paré: El gato y el ratón, El rodaballo, A paso de cangrejo

El niño Oskar decide, recién nacido, no crecer porque no le gustó en absoluto el destino que para él preparaba su «supuesto» padre, Alfred Matzerath: continuar con su negocio de ultramarinos; y aunque él siempre pensó que su verdadero padre era Jan Bronski, el eterno amante de su madre y eterno jugador -perdedor- de «skat», del que heredó los azulísimos ojos de los que se sentía tan orgulloso, da igual: a los dos, al verdadero y al supuesto, los envía, de forma indirecta, a la muerte. Uno encarna la burguesía alemana, el otro el nacionalismo polaco; entre los dos, el alma escindida de esa tierra de frontera en la que creció Grass y que ha convertido en su universo narrativo: el Danzig de los «cachubos». En ninguna encuentra el niño-gnomo salvación alguna, los dos son complementarios -de hecho, como personajes, se llevan siempre bien- y, por eso, mueren. Günter Grass, como su amigo Juan Goytisolo, reivindica la geografía y la cultura mestiza y de frontera.

Pese a la lectura alegórica que el libro exige (la «fea burguesía» alemana de preguerra, que el eterno niño rechaza, negándose a hacerse mayor), la narración de Grass es mucho más. Muchísimo más. El nobel alemán es un escritor sensual y surrealista, de amplios y seductores «poderes terrenales» y estilísticos: ¿a quién se le ocurre montar un negocio tan dudoso, pero de tanto éxito en su ficción, como el «Bodegón de las cebollas», al que asisten asiduos miembros de la ascendente clase media de la posguerra con el único fin de llorar pelando cebollas con música de jazz de fondo? A Grass. Sus recetas encubiertas, como las de Matzerath padre, el buen burgués afiliado al Partido (que sólo sabía manifestar su amor preparando sopas y que muere atragantado por la insignia nazi que se metió en la boca ante la presencia vengadora de los «ruskys»), lo emparentan con nuestro Vázquez Montalbán; del mismo modo que las promiscuas angulas «pescadas» con la ayuda de la cabeza de un caballo muerto lo sitúan en la fértil tradición, desmesurada y animalizadora, de Gargantúa y Pantagruel. De otro lado, Grass, el civilizado amigo de la socialdemocracia alemana de después de la guerra, muestra su lado más libertario en ese Oskar que declara las hostilidades a todos los tribunicios (¡cuántos había en los fascismos europeos!) escondiéndose con su tambor en los andamios que sostenían las tribunas, con la revolucionaria y festiva intención de confundir con los compases del tambor a los de las marchas y desfiles, entremetiendo el vals o el son popular y haciendo que las multitudes, olvidadas de la fanfarria militar, acabaran bailando y yéndose de fiesta…

En fin, que si no tienen otra lectura entre manos en estas fiestas, tan místicas, bárbaras y aburridas, les invito a compartir con los muchos -pero tal vez demasiado callados y poco reivindicativos- lectores españoles de este inmenso narrador cachubo esta novela, que, entre sus múltiples lecturas, es también la historia de un flautista de Hammelin muy particular. Uno que decidió dejar de crecer cuando, en su tercer cumpleaños, le regaló su madre su primer tambor de hojalata y que, cuando por fin lo hizo, conseguía con él que quienes lo escuchaban revivieran de inmediato los lances, soledades y juegos de su infancia…

11th March 2010

¡Dios qué buen vassallo! ¡Si oviesse buen señor!

Quiero insistir, pues, en la inversión simbólica llevada a cabo por Martí de la jerarquía que caracteriza al género épico; da igual que atendamos a la epopeya homérica, como hcimos antes a propósito de del Canto VI de la Iliada, o que nos fijemos en nuestras narraciones de gesta primitiva o que recordemos al mismísimo Don Quijote en su discurso sobre la caballería andante:

Para cuya seguridad, andando más los tiempos y más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos (…)

Jerarquía en que el héroe o el caballero protegen al débil y sirven a un señor, rey, príncipe o dama, en cuyo nombre actúan y de quienes parte la coherencia de sus actos.

Fijémonos en lo que le ocurre a Martí observando sólo los significativos títulos de cuatro de las quince poemas del Ismaelillo: «Príncipe enano», «Mi caballero», «Mi reyecillo» y (el padre, caballo del joven príncipe) «Sobre mi hombro». En esta composición, a partir de una imagen del todo común y cotidiana -el padre pasea al hijo sobre los hombros- nuestro poeta desarrolla el ciclo de la inversión especular al presentarse a sí mismo como un caballo embridado y dirigido por las manos del niño. De rey, pues a jinete, cumpliendo los pasos intermedios de la gradación. El niño se configura, por un lado, como la única nobleza aceptada por el héroe y anula, con esa imagen invertida, toda la épica antigua. Y estable, por otro lado y de forma implícita, un nuevo modelo de sociedad que sólo -pues el niño es, sobre todo, el símbolo del futuro- en lo por venir, podrá tener realización.

Oigamos a Martí en «Mi caballero»:

Puesto a horcajadas

sobre mi pecho,

bridas forjaba

con mis cabellos.

Y en «Príncipe enano»:

Mi mano, que así embrida

potros y hienas,

va, mansa y obediente,

donde él la lleva

Tal vez, donde mejor se observa la inversión épica es en la composición «Mi reyecillo»:

Mas, yo vasallo

de otro rey vivo,-

un rey desnudo,

blando y rollizo;

su cetro -un beso!

Mi premio -un mimo!

Advirtiéndole, sin embargo:

Mas si amar piensas

el amarillo

rey de los hombres,

¡Muere conmigo!

¿Vivir impuro?

¡No vivas, hijo!

La semiología del Ismaelillo se dispara, en este punto, en todas direcciones: como guardián frente a los tres enemigos cristianos del hombre (mundo, demonio y carne), como futuro, sueño y talismán, hasta la transformación, crisálida del pueblo o prado reverdecido en «Prado lozano»:

Dígame, mi labriego (…)

Dígame de qué ríos

regó ese prado,

que era un valle muy negro

y ahora es lozano?

Sólo por echar a volar de nuevo esas preguntas, como «tábanos fieros» en forma de versos, sólo por despertar a tantos «príncipes enanos» del sueño hipnótico y tecnológico en que la posmodernidad los ha encerrado, quizá valga la pena volver a leer los versos emocionados de Ismaelillo.

9th March 2010

En esta segunda entrada de El pozo de Jas-Meiffren, me quiero detener en un libro y un poeta injustamente olvidados entre nosotros: el Ismaelillo, del cubano José Martí.

Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin en niño.

(F. Nietzche, Así habló Zaratustra)

El deseo que mueven estas palabras que comienzan aquí, en la segunda entrada del blog, que llamamos «El pozo de Jas-Meiffren, es, en segundo plano, rescatar del olvido -o de su «secuestro» por parte de la cultura institucional cubana, que tanto da- a un poeta enorme como es José Martí. Pero mi primera intención es invitar al lector a sumergirse en los versos de su primer libro de poemas, el Ismaelillo; porque en él, en una poesía de gran aliento, la figura del hijo, desparramada en una red simbólica de múltiples sentidos e insinuaciones, acaba encarnando siempre la esperanza -personal, por histórica; tal como ocurría en épocas de «pensamiento fuerte»-. Pero es que, además, es una de las rarísimas ocasiones en que la literatura nos permite pensar y sentir la figura del padre -siempre lejos o referencial, como verdadera no persona- como legítimo, y tan infrecuente, «yo» poético.

Me sitúo, pues, no sólo en la reivindicación del «otro modernismo» literario donde las continuas variaciones en torno a la métrica del romance y el homenaje continuo al español popular cubano (¿quién recuerda ya que «Juan Tanamera» es de Martí?) harán las delicias de cualquier lector que aún se maree con el vértigo de la poesía. No, sino que, dada la condición «heroica» e intelectual del poeta, me quiero ubicar en la línea de quienes llaman a repensar y rescatar también la imaginación del futuro como territorio habitable. Porque no otra cosa es la menuda figura del pequeño Ismael que juega y ríe en las páginas de este libro a lomos de su padre.

El «otro» Modernismo

Aun arrinconado por la caprichosa estimativa literaria en el canon menor del Modernismo, pocos poetas habrá que, como éste, tenga una biografía trascendente por sí misma para su sociedad y su mundo -frente a la de otros poetas contemporáneos suyos, como Gutiérrez Nájera, Rubén Darío o José Asunción Silva- y, a la vez, tan entremetida en su obra. Si es cierto, como quería Federico de Onís, que con el Ismaelillo (1882) comienza el Modernismo, valdría la pena entender este movimiento al margen de las connotaciones escolares de exotismo, alejamiento de la realidad o mera especulación lingüística con que se cuenta siempre.

Una cita de nuestro autor ayuda a entenderlo así: «La palabra de mera verba y sin propósito es desdeñable y repulsiva como las pinturas de una meretriz» El cisne totémico de Rubén Darío, en Martí son tábanos fieros o palomas que se transforman en águilas.

Es en «Musa traviesa» donde, quizá sea más explícita esta relación entre literatura y vida, pero también literatura y política. O la asunción de un «tiempo de historia» que hoy nos suena tan lejano:

Allá monta en el lomo

de un incunable;

un carcax con mis plumas

fabrica y átase;

un sílex persiguiendo

vuelca un estante,

y ¡allá ruedan por tierra

versillos frágiles,

brumosos pensadores,

lópeos galanes (…)

Y, más adelante, el niño, cansado del combate alegórico, busca descanso en brazos del padre, en otra superposición temporal en la que el futuro también necesita reposar en el presente:

¿Qué ha de haber que me guste

como mirarle

de entre polvo de libros

surgir radiante,

y, en vez de acero, verle

de pluma armarse,

y buscar en mis brazos

tregua al combate?

El mismo viaje en el tiempo que le hace exclamar hacia el final, en hermosa paradoja:

Hijo soy de mi hijo!

Él me rehace!

¿Es esta paradoja de la cadena generacional, de la dialéctica histórica como reflejo de eternidad lo que provocó la admiración incondicional que sintió Miguel de Unamuno por nuestro poeta?

Historia, vida y poesía

Martí escribe el Ismaelillo en 1881, exiliado en Venezuela, donde fundó y dirigió la Revista Venezolana. Por negarse a elogiar al dictador Guzmán Blanco, se ve obligado a dejar el país. Va otra vez a Nueva York -donde residirá hasta poco antes de su muerte- y allí, en 1882, publica el libro. Contaba 29 años y se dedicaba a organizar grupos de exiliados cubanos con vistas a la proyectada invasión de Cuba, de la que a última hora se desligó, por su excesivo militarismo. Está alejado de Concha Zayas y de su hijo.

Y a él va dedicado este libro, mal conocido y poco estimado desde sus mismos lectores contemporáneos. Citamos la valoración que hizo de él Rubén Darío en uno de sus despistes desatentos: «Devocionario lírico, un Arte de ser Padre, lleno de gracia sentimental y de juegos poéticos». Nada más lejos de la realidad. Desde la misma elección del nombre: Ismael, el hijo de Agar, la esclava de Abraham que, con el tiempo, daría lugar a un nuevo pueblo. Una visión profética, prometeica y totalizadora, de la que no se libraba José Martí, y que es de lo que nos lo puede hacer, en una lectura contemporánea, más antipático, como cuando aseguraba en «Sueño despierto»:

*Un niño que me llama

*flotando siempre veo!

El librito es breve, quince composiciones -con predominio absoluto de la métrica del romance: endechas, romancillos y combinaciones mixtas entre ellos- cuya retórica mezcla sabiamente imágenes oníricas y símbolos propios de la poesía francesa de la época, junto a, y en contradicción con, el ingenuismo de la poesía popular.

Unos poemas que giran alrededor de lo que podemos llamar la inversión épica, donde es el niño el que protege al padre. Éste a su vez, en una relectura contemporánea del «amor cortés», lo acepta como su único señor. A mí, desde la primera vez que lo leí, me evocó el Canto VI de la Iliada, en el que, como recordarán, se produce el conocido encuentro entre Andrómaca y su hijo y Héctor en una de las torres de Troya, en los momentos previos, llenos de oscuros presentimientos, a la batalla terrible.

Quiero transcribir, enseguida, las líneas en prosa epistolar que presentan el Ismaelillo, antes de demorarme en la escena homérica:

Hijo:

espantado de todo, me refugio en ti.

Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.

9th March 2010

En el Canto VI de la Iliada se desarrolla un episodio único que, por su naturaleza, rompe la estructura monolítica del héroe homérico, lo hace dudar, lo vuelve humano y frágil.

Se trata de un delicado momento de la guerra en el que el aqueo Diomedes hace estragos entre las filas troyanas. Héleno, el visionario hermano de Héctor, acude junto a éste y Eneas con el encargo de que vaya a la ciudad y dé a Hécuba, la madre de ambos y reina de Troya, la siguiente recomendación: ofrecer a Atenea en su templo el mejor peplo que posea y la promesa del sacrificio de doce terneras añales si socorre la diosa a la ciudad.

Héctor cumple la recomendación de su hermano. Una vez en la ciudad, su madre lo quiere agasajar con vino, pues:

Bien, pero, ¡espera a que del melidulce vino te traiga,

(…)

pues mucho al hombre cansado la fuerza el vino repara

como cansado estás tú de luchar por los de tu casa.

Héctor se niega:

no me quebrantes de fuerza, y de lid me olvide y de lanza.

Después, en su recorrido por la ciudad, Héctor va al palacio de Paris, al que encuentra junto a Helena. Lo increpa: ¿como él, causante de todo, permanece en el palacio mientras los soldados mueren? Y prosigue hasta su casa, para ver a su mujer, Andrómaca, y al pequeño Astianacte (=señor de la ciudad), porque

que no sé si aún otra vez tornaré y les vea las caras.

Ante su alarma, al ver que ninguno está en su casa, la fiel despensera le da a conocer su paradero: ha subido a lo más alta torre de Ilión, pues oyó de los apuros de los troyanos, a contemplar la batalla.

Tras producirse el encuentro, Andrómaca, temerosa de un destino encarnado en Aquiles, que ya le arrebató a su padre -Eetión, rey de Tebas- y a sus siete hermanos y madre- ruega a Héctor que abandone la lucha, por ella y por el hijo común, pues

¡Ah, duélete tú!: no tengo ya padre ni madre y señora; (…)

Héctor, y tú para mí eres padre y madre patrona,

y hermano también, y también mi florida prenda de bodas.

Mas, ¡ea, apiádate ya y en la torre quédate ahora!.

La respuesta de Héctor es luminosa para lo que nos interesa:

A fe, que eso todo me cuida, mujer, pero mal me sonroja

que crean de mí los Troes y Tróades manto-de-cola

que como vil de la guerra quizá me aleje y me esconda.

Comparémoslo con estos versos de Martí en «Príncipe enano»:

¡Heme, ya puesto en armas,

en la pelea!

Quiere el príncipe enano

que a luchar vuelva.

Sigue reiterando su situación: deber frente a querer, y termina, tras una sonrisa común frente al lloriqueo del niño, asustado por los espectaculares penachos del casco del padre, con una invocación a Zeus, como última justificación de la lucha:

¡Zeus y los dioses demás, otorgad que a mis votos responda

este hijo mío, en ser como yo y de los Troes corona

y tal de bravo en sus bríos, y sea rey sobre Troya,

y alguna vez uno diga «Mejor que el padre y con sobra».

3rd February 2010

Al lector y al creador los separa un alto muro, o una tapia si el lector tiene mucha potencia intuitiva y grandes dosis de empatía. O si el escritor usa esa rara tinta indeleble que hace temblar de emoción (tan pocas veces, ¡ay!) las palabras o estremecer la música, de común tan callada o en sordina, de la procesión rítmica de la sintaxis contemporánea.

Pero nunca se ven las caras, a pesar de que se sueñan y de compartir el mismo territorio, las mismas aguas túrbidas o claras, el mismo cielo. Es, justamente, lo que ocurría a Silvère y Miette, los dos jóvenes enamorados de La Jauría, la segunda novela de la extensísima serie que Émile Zola dedicó a la saga de los Rougon-Maquart y a la Francia del Segundo Imperio.

El joven revolucionario Silvère y la dulce, casi niña, Miette vivían en territorios vecinos, separados por una tapia: él, en lo que quedaba de la vieja casa y su antiguo cercado donde la tía Dide vivía la miseria y la enajenación en la que transcurrió la mayor parte de su vida; ella, niña recogida y con su padre en prisión, en la extensa finca de Jas- Meiffren, explotada y aterrorizada por los parientes que la acogían.

En el episodio que les evoco, los dos jóvenes viven la época más intensa de su enamoramiento y, a la vez, de máxima dificultad para el encuentro. La feliz existencia de un pozo medianero, que repartía su brocal y su agua en dos semicírculos separados por el muro, proporcionaba a los enamorados la única posibilidad de «verse» y hablarse, al abrigo de la vigilancia que sobre Miette ejerce su cruel primo y a salvo Silvère de la intempestiva e imprevisible irrupción de la tía Dide.

El verdadero lugar de encuentro es el agua del pozo. La portentosa intuición narrativa y simbólica de Zola convierte las dos medias lunas del pozo en dos espejos que reflejan, al mismo tiempo, a quienes se asoman a uno y otro lado del brocal. En esta suerte de nueva y húmeda caverna platónica, tienen Miette y Silvère sus citas cotidianas, sus diarios encuentros amorosos. El juego de luz y sombras que proporcionan el tiempo y el sol, o los distintos juegos que se les ocurren con el agua-espejo, suplen, con ayuda de improvisadas transformaciones (muecas, deformidades como las producidas por los espejos cóncavos...) la falta de contacto real, las proporciones nítidas que el aire y la luz solar dan a la figura humana.

La literatura tiene más de agua que de aire, la relación que establece entre autor y lector se parece más a los encuentros sumergidos en un reflejo de Silvère y Miette que a los abrazos, ya totalmente reales, de que disfrutaron ellos mismos más tarde, en sus correrías por las afueras de Plassans. La misteriosa y alquímica relación entre el escritor y sus lectores tiene lugar en un pozo parecido. Como en el muro medianero del Jas-Meiffren, comparten intimidad y claustrofobia, amor y esa alarmante falta de realidad que nos hace volver una y otra vez al libro, a la cita amorosa, con la vana esperanza de que alguna vez el muro desaparezca. Y podamos mirar cara a cara a la Esfinge.

Es el embrujo y presentimiento con que la creación literaria construye su realidad sobre la superficie del agua lo que convierte al lector en el miembro más puro e inocente de la extraña pareja de enamorados. Siempre se está cayendo del guindo.

Una variante perversa y degenerada de lector es la del crítico, criatura del aire que olvida la cita en las aguas soterrañas del primer amor. Primero tomó el brazo, no sólo la mano, que tendieron semiólogos de la cultura como Roland Barthes al otorgar carta de autonomía y autenticidad a su escritura -carroñera, por decirlo de un modo enfático- en los márgenes de la creación. Después, como es natural, desde la fantasmagórica naturaleza de sus dicterios, tan a duras penas obtenida, fue el principal responsable de la pérdida de inocencia del autor. Éste, que acabó creyéndose gran parte de sus presuposiciones sobre su propia maestría y profundidades abisales, abandonó, en un viaje sin vuelta, las frías, túrbidas e inquietantes aguas del Jas-Meiffren, el único enclave simbólico capaz de proporcionarle una vía de acceso al inocente y enamorado lector.

De modo que si ése es su caso, querido lector, le emplazo aquí, en citas sucesivas de esta sección del blog -que hace las veces de pozo medianero- nos acoge, para caernos juntos del guindo a las frías y misteriosas aguas del Jass-Meiffren, en esta extraña inmersión entre la conciencia y el sueño, a resguardo de la engañosa claridad del aire y la luz, que debería ser siempre la lectura.

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