El deterioro

I

Según un estudio del sitio de internet CollegeHumor.com, más de un 60% de los estudiantes universitarios norteamericanos copia en los exámenes. No es nada sorprendente, pero lo que, al menos a mí, sí me ha inquietado es que sólo un ralo 16,5% siente remordimientos por hacerlo. Y lo que ya me ha determinado a compartir con ustedes hoy mis incertidumbres es comprobar que los más proclives a hacer chuletas, a inscribir fórmulas salvadoras en la calculadora o a soplar o inspirarse en el compañero más cercano, son los más religiosos (un 65,4%) que, como ven, sobrepasan en mucho a aquel grupito minoritario -sospecho que formado por laicos y demócratas- que, al menos, sentía el resquemor y el peso insobornable de la -mala- conciencia.

La falta de remordimiento de la que, por cambiar de paisaje y venirnos a la patria, hacen gala los protagonistas de la mentira de estado, con proyección internacional -ONU, consignas a redactores de cabeceras de otros países- perpetrada en los días aledaños al mayor atentado terrorista acaecido en nuestro país el 11 de marzo de 2004, es sólo una muestra más. Ahí les ven y oyen, a algunos de los protagonistas, dictando soflamas en favor de la moralidad nacional, ofreciéndose como paradigmas de eficacia en la lucha antiterrorista, a ex ministros ex vicepresidentes y ex candidatos que entonces acumularon en su currículum el mayor grado de ineficacia e imprevisión, de mala guarda del pueblo ante el terror islamista conocida entre nosotros. Ésas sí, epónimas.

Pero es que es la falta de remordimiento, que es uno de los síntomas más claros para mí del deterioro de la democracia española, la señal que más se deja ver entre nosotros de que algo va mal, muy mal en el desenvolvimiento de nuestro procomún, como pueblo. Se ve en los rostros incólumes de mentirosos que fueron ministros, de prevaricadores que fueron magistrados, de manipuladores de información pública que siguen siendo directores de cabeceras periodísticas, de corruptores de opinión que siguen teniendo el privilegio -la tentación malversada, para ellos- de un micrófono ante el que proferir inflamadas y mendaces palabras, incendiarias insidias: todo eso que en nuestra vieja, hermosa y ultrajada lengua, siempre se llamó así, porque deforma en rictus contrahecho los músculos del rostro: caras duras.

Las caras duras menudean en la investigación que conocemos como Malaya, que dejará testimonio escrito para la posteridad -ay vergüenza nuestra, ante nuestros hijos y nietos- de la mayor concentración por metro cuadrado -nunca mejor dicho- de corrupciones y corruptelas, de malversación de caudales y confianzas públicas, de vaciamento de tierra comunal, de hipotecas para siempre y nunca en las cuentas de escurridos jornales y eternas hipotecas. Esas caras de piedra de concejales y alcaldes, de empresarios, contratistas, subcontratistas y vivillos que menudean en los álbumes de fotos familiares y públicas de famosos del día. Sin un atisbo de remordimiento, salvo quizá, el de que los haya pillado alguien, el de no haber sido suficientemente listos, pillos o rápidos. De no haber rezado con suficiente fervor a la Virgen del Rocío.

Para el estudiante estadounidense que logra pegar el cambiazo en un examen (¿nos creemos que esos 60 de 100 de que hablaba el estudio?) y que, sin el menos escozor de su sobornable conciencia -algunos, según CollegeHumor cobra en relaciones sexuales si no puede en dinero-, acaba sus estudios y da gracias al Creador (pues es casi el mismo sospechoso porcentaje que el de los que se consideran religiosos) por haberle dado tal clarvidencia, esto no será más que el verdadero aprendizaje para la verdadera (buena) vida que presiente y que le espera. Nuestros jóvenes y primerizos votantes, pensemos que también incautos, en las Municipales ¿estarán también, a su manera, refleja e inexperimentada, emprendiendo este descarado aprendizaje? ¿Apretarán la mandíbula y endurecerán la mirada al depositar el voto, al modo de los más caracterizados gentleman del cinismo mundializado si son sorprendidos copiando?

II

De modo que el cinismo y la falta de arrepentimiento lo entendemos como una de las muestras más claras del deterioro que sufre la democracia española y, en un sentido amplio, las sociedades del llamado enfáticamente «mundo libre» en los tiempos de la Guerra Fría. Lo hacíamos desde varias perspectivas: desde el caso, sólo aparentemente fútil, de aquel 60% de estudiantes norteamericanos que, según un estudio publicado en internet, hacía trampas en los exámenes, sin el más mínimo atisbo de remordimiento, hasta el más conocido y contumaz de los políticos conservadores españoles, que en sus múltiples y cínicas apariciones en los Medios, no hacen sino recordarnos, como en un palimpsesto, aquellas otras apariciones, cuando ocupaban cargos de responsabilidad en el último gobierno Aznar, y su intento mendaz, desenmascarado ya en el juicio oral sobre los atentados del 11 de Marzo de 2004, de asociar la infame masacre a ETA.

Pero el deterioro, como ocurre con la vejez o algunas enfermedades, presenta muchos otros síntomas, tal como lo entendemos. Uno de ellos es el inveterado intento de los medios de comunicación conservadores por crear la errónea percepción óptica de que, «mutatis mutandis», Madrid es una metonimia de España toda (como en aquella cursilería de llamar a la mesetaria capital «crisol de todas las españas»). José Antonio Labordeta, cantante y viejo militante aragonesista, como saben, lo cuenta de manera muy gráfica, y con gracejo maño, en el diario electrónico «elplural.com», al explicar cómo en Aragón el repetido titular «El PP ha ganado las elecciones» es tan falso como afirmar que las ha ganado su propio partido regionalista. Con contundencia afirma que «la España de las autonomías, la convierten, con este discurso triunfalista, en un territorio “cabezón” donde solo lo que ellos ven es lo que quieren que veamos los demás».

El viejo sueño «cabezón» (capital viene del latín «caput», cabeza) de una España unitaria, al que no es ajena una capitalidad de origen tan rural como Madrid, sólo por su situación central en la península. De ese monstruoso sueño de la razón da muestra el irremediable y obsesivo trazado radial de ferrocarriles y carreteras de la céntrica cabeza a la periferia, ida y vuelta. El muestra, cabezón, la ceguera histórica de dejar durante siglos incomunicadas las regiones excéntricas entre sí. Recuerden sólo que aún hasta ahora mismo apenas se termina por completo la reconstrucción moderna de la vieja Vía de la Plata para facilitar el viaje del NO al SO del país sin tener que pasar, ay Carmela, por Madrid.

Algo parecido, una distorsión auditiva paralela a la «visual», ocurre con la bronca, al parecer de muchos decibelios, con que el omnipresente tema vasco, o los nuevos símbolos, y circunvalaciones urbanas, hace pensar a muchos que es la misma riña que, como en eco, destempla el resto del territorio español. Un antiguo éxito de ventas de los años de la Transición -lo recordarán los más añudos o memoriosos de los lectores- se llamaba «Las Autonosuyas», del inefable Vizcaíno Casas: cualquier día lo reeditan. Pienso, como Labordeta, que los políticos del partido de la derecha española refundada, no han aceptado nunca, de forma natural: como la misma esencia del país, la estructura y vida multipolar, multilingüística, multihistórica de España.

La distorsión lingüística, visual y auditiva que hace proclamar al PP este discurso triunfalista, debido en gran parte a la imposible metonimia de Madrid (eco lejano y desvaído de aquel otro, desesperado y fatalista, del «No pasarán» republicano) es el signo de deterioro del que les quería hablar hoy, en contraste con esa saludable y refrescante constatación de Labordeta de que ni el PP ni ellos -la Chunta Aragonesista-, en Aragón, esto es, en una de las españas, «se han comido una rosca».

III

Es la lengua la que crea realidad al nombrarla, no al revés. Del mismo modo que la red de los significados filtra lo que nombra (una incógnita, una «x» a la que sólo cercamos por aproximación: lo que quiera que haya ahí afuera) parcelando la realidad de una determinada manera y no de otra. En lo más sencillo de apreciar, es lo que explica que en español distingamos «pez» y «pescado» y el francés no. Del mismo modo que los esquimales tienen cuatro palabras, al menos, para nombrar la nieve y nosotros sólo una. Por eso me resulta tan descorazonador que en el análisis político se considere suficiente un pequeño haz de palabras-baúl, vacías o desgastadas, con sus correspondientes ideas-tópico, cuando en ese análisis, es decir, en entender lo que nos pasa, lo que hace con nosotros el mercado, el poder o la invocación a una patria, nos va, literalmente, la vida.

Por eso, en las dos columnas anteriores, me detenía en la aceptación o resignación común ante la mentira colectiva o en la falta absoluta de arrepentimiento de los mentirosos (estudiantes que copian, ministros que en vez de dar cuenta de lo que saben, intentan crear una realidad paralela mediante el engaño o la propaganda). O como cuando, como les decía el sábado pasado, una manera no compartida de entender el topónimo España («Hemos ganado en toda España»), como una metonimia de Madrid, es utilizada como filtro «cabezón» de una realidad multipolar como la nuestra, inasequible a la uniformidad de ese enunciado.

Porque si a duras penas entendemos la realidad filtrada por las palabras que la nombran, cuando ni siquiera se intenta (pues eso es mentir) sino que se la quiere suplantar con una ficción, o, cuando intencionadamente se quiere extender una cláusula de habla como la única posible, es entonces cuando empezamos a perdernos en el peor de los laberintos humanos: el de la inanidad.

Unas cuantas creencias comunes son las que, de hecho, mantienen en pie la vida social o la ficción de las naciones. Y formuladas en un repertorio limitado de afirmaciones y actos de fe codificados en palabras. Sea cual sea la contradicción, desorden o injusticia que llevan dentro, esto funciona «como si» fueran verdad, y en base a esa certeza lingüística actuamos, nos levantamos para ir al trabajo, mandamos nuestros hijos a la escuela o despedimos a jóvenes soldados cuando los llevan a países remotos. Por eso es tan peligrosa la grieta que rasga día a día ese «gran teatro del mundo» que consideramos nuestro mundo real: la hendidura que cada día separa más las grandes afirmaciones que seguimos oyendo machaconamente, a diario, y la cada vez menos creíble interpretación de los actores, la insufrible vacuidad del texto.

Si el actor no se cree su papel, el público tampoco (¿cuál creen, si no, que es el éxito de Sarcozy, cuál fue el de Zapatero?) o si el texto no conecta con alguna realidad comúnmente presentida de la misma forma, la obra se viene abajo. Ése es el hiato de que hablaba. En el caso del terrorismo etarra, algunos al menos, levantan su voz en los Medios -José Mª Ridao y alguno más, en realidad, entre los nuestros- para denunciar la obvia y antigua trampa léxica de ETA que ha acabado por complicarnos el entendimiento a todos. Que eso que en los telediarios llaman aún «kale borroka» tiene otros nombres que filtran mejor lo que nombra: gamberrismo, vandalismo, destrozos, amenazas, fanfarronadas de pandilleros. Que la palabra «tregua» sólo crea algo «real» en una guerra: pero es que aquí no hay guerra. O el «conflicto» de Euskadi con el estado... Y etcétera. Y sin embargo, los actores políticos siguen usando un lenguaje que, más allá de estar tan lejos de nombrar nada, quiere «crear» la realidad a la que en apariencia se refieren.

Algo tan sencillo y cabal, al no entenderse, agranda más y más la brecha: la que separa más y más no sólo lenguaje y realidad, sino la que alienta el desistimiento y abandono del público: no porque la obra, incluso el teatro en sí, no le interese, entiéndase bien, sino porque la dicción y el texto, la falsía de la trama y su falta acelerada de verosimilitud, la hacen cada día más insoportable.

IV

Si al lector le pasó alguna vez que tuvio que resolver un problema matemático con datos equivocados en el enunciado, rcordará que no salía nunca, aunque aplicáramos la fórmula adecuada, aunque el razonamiento seguido fuera impecable. ¿Cómo podríamos definir la sensación sentida: frustración, impotencia, perplejidad? Algo de las tres cosas, seguramente, y, al final, renuncia, rendición...

Algo así creo que nos pasa cuando nos ponemos a comprender nuestro mundo, éste, el occidental en que vivimos, el Primero, y aquellos otros (Países Emergentes, los llaman, y el viejo e irredimible Tercero, o esos sin remedio, condenados, que la nombradía políticamente correcta, sin embargo con qué descaro, etiqueta como Países Inviables, sin más) cada vez más cercanos y más adentro, en el nuestro, en nuestras calles, en la vecindad. Que como los enunciados con que queremos entender el problema son erróneos -porque se han sustituido datos, escamoteados otros, o porque la sintaxis utilizada es ambigua, o deliberadamente confusa, o porque el repertorio de palabras-comodín, que como cantos rodados, ya no dicen nada y arrojan sólo sombras sobre sombras- el problema, es decir, el entendimiento de lo que nos pasa, se nos antoja irresoluble.

Y es así como acabamos encogiéndonos de hombros, renunciando, dejándonos llevar por el fatalismo, achacando a nuestra propia ignorancia o incapacidad, o a la maldad intrínseca de los conductores de estados -cuando lo más seguro es que a ellos tampoco les salgan las cuentas nunca, y hasta con buena fe actuarán la mayoría: quién lo duda con nuestro presidente, o con las maternales Angela Merkel o Ségolène Royal- lo irremediable de nuestros males, la inexcrutable y siempre postergada resolución de los problemas...

¿Pero cómo será posible un razonamiento honesto que no ponga en el enunciado al rey Midas, al Dinero, de la mano inseparable del poder, y su devastador efecto de convertirlo todo en mercancía? ¿Cómo puede extrañarse nadie de que se vendan niños en China como esclavos, que miles o millones se rompan las espaldas o las manos trabajando la tierra o las minas? ¿Quién puede explicar la devastación de Irak, de Líbano, de Palestina, de Chechenia, en elegantes términos de política internacional, de equilibrios de poder, de economías emergentes, sumergidas, invisibles...? ¿Quién, con un razonamiento honrado, puede sustituir, hasta que no se entiende nada, eso que nombraba tan bien, claro y rotundo, un libro anónimo que circuló durante el siglo XVII por nuestra España y en español: «la desordenada codicia de los bienes ajenos»?

Nadie puede explicarse la ecuación de las tragedias de nuestro mundo sin establecer el verdadero valor de «x», el dinero, y de «y», su hermano el poder. Todos lo sabemos al madrugar para ir a vender nuestra fuerza de trabajo por un puñado de euros, pero como en esas amnesias del corto plazo que recrean algunas películas, lo olvidamos al caer el día. Oímos hechizados las compras y ventas muchimillonarias con que cada día nos obsequian (¿quién no se ha hipnotizado con esa venta masiva de casas y palacios del Santander o el BBV para realquilarse después en ellas?) admirando la habilidad de malabares con que el capitalismo malversa hasta el último rincón de la tierra, la energía del último y más esondido hombre o mujer del planeta. Y culpamos a la mala suerte.

Y por fin, el corchete de cierre, las sustituciones de la realidad acaecidas en esta última y largamente planeada jugada maestra: el vaciamiento del lenguaje y su hermano el pensamiento ocioso que denunciaba la semana pasada. Esta lengua inerme que transforma nuestra rabia en un suspiro, la de otros en una tea, la de todos en la misma sensación de impotencia, de confusión, de mal sueño. Es ese malestar insidioso que traslada poco a poco nuestros enseres a realidades a medida y comprensibles, sean éstas la de Second Life o la más humilde y obrera de la teleserie en que transitamos, con toda naturalidad, del cansancio hasta la cama. Sin entender ni jota.

V

Cuando Pepe Garcés bajaba a los sótanos donde trabajaba el fraile lego, sabía que se encontraba ante alguien a quien no podía engañar porque tenía el «alma líquida». Esto ocurría (ocurrirá siempre, pues es privilegio de las historias escritas suceder de nuevo cada vez que alguien las lee) en la «Crónica del alba», del inolvidable, y sin embargo olvidado, Ramón Sender. Quizá algún lector recuerde aún la serie televisiva que se basó en ella. La enseñanza de las almas líquidas la aprendió el joven protagonista el curso que pasó interno en un colegio de Reus. Al margen de las clases, como es habitual, se escapaba hasta unos sótanos del internado donde trabajaba un fraile lego que fue su verdadero maestro. Este frade, el verdadero maestro de Garcés, le enseñaba que para los que poseen almas líquidas no existe el engaño, pues entran en comunión con las almas de los demás gracias a la naturaleza fluida de su espíritu: se funden con las almas de los demás.

Les cuento esta pequeña historia para que vean lo importante que es elegir la manera en que se llaman las cosas: hoy se despacha a algo parecido a lo de las almas líquidas con un tecnicismo al uso, la empatía, que quiere nombrar -pero no puede- una habilidad o capacidad semejante. La disminución constante de almas líquidas entre nosotros es el último signo del deterioro que, a los ojos de cualquiera aún con el corazón vivo y la razón y la lengua todavía no domesticadas del todo, sufre nuestra vida cotidiana, la de las naciones -y la nuestra en particular- y del planeta entero como ya empiezan a contarnos tantos, levantada por fin la veda informativa sobre el derrumbe de nuestro mundo.

La falta de almas líquidas es lo que está en el fondo de los ominosos asesinatos de mujeres a que la triste rutina de las catástrofes nos ha hecho ya acostumbrarnos. En otras ocasiones he hablado aquí de ello, de esa paradoja infame que convierte a un hombre en asesino de la persona que se suponía que más amaba, aquella que le había mostrado y abierto, confiada, su alma y cuerpo -tan inerme, ay, tan «mortal y rosa». La terrible pérdida de las almas líquidas es lo que está detrás del neoesclavismo que niños y mujeres y hombres -en orden de infamia- sufren en esos países lejanos de que nos cuentan, pero también aquí, en esa cooperativa clandestina, en aquel bar de carretera. Que el alma sólida y acorchada, como de piedra pómez, de quien convierte al semejante en mercancía, cosa o cadáver, aún con el encanallamiento del mercado todopoderoso, sin la falta desgarradora de empatía no se puede explicar. Por eso se asegura que no hay un gramo de oro en el mundo que no esté manchado de sangre.

Tras cada pistola que mata, tras la bomba que siembra muertes al azar hay un apocalipsis irremediable, porque en cada humano que muere desaparece un universo: una parte, pues, de todos, como sabemos, no ya por ninguna fe, sino porque lo explican los físicos teóricos. El terrorista que planea una o muchas muertes sublimando su intención o acto en una ideología o religión dejó que el alma líquida que debió tener de niño se solidificara poco a poco, o de golpe, hasta dejarlo convertido en esa ceniza o piedra que ya es.

El alma líquida de mis lectores, que presiento en las palabras enhebradas aquí cada semana, se funde con ellas, pues es una de las virtudes del agua adaptarse al recipiente que las contiene como un molde. En ese presentimiento, y en la alarma que me comunican, he hilado estas cinco columnas con el motivo común de esta como enfermedad de síntomas difusos que nos atenaza: incomodidad, rabia, impotencia... La he llamado «el deterioro». Se le puede llamar de muchas otras maneras, pero los lectores saben que la manera de llamar las cosas es importante, es la primera escaramuza en que se pierde una guerra. Y en guerra estamos las almas líquidas: contra la codicia, la mala fe, la mala muerte, la humillación y el amontonamiento de ruinas, desechos y mercancías inútiles que convierten cada día nuestro mundo en un muladar y nuestra vida en un mal sueño.

© Manuel Jiménez Friaza

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